Tres años dan tanto de sí que es probable que Hokman Joma, cuando salga de la cárcel, pueda regresar a Siria. Para eso le quedan 12 meses si le hacen cumplir entera su condena, pero ya mata el tiempo en prisión planeando qué hará fuera. Si cae el régimen de Bachar el Asad, Hokman, kurdo de pasaporte sirio, quizá regrese a su país. Ni lo soñaba hace dos años, cuando rogó al juez que le enviara a la cárcel en vez de expulsarle a Siria, como pedía el fiscal, por arrojarle un zapato al primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, que salía del Ayuntamiento de Sevilla tras recoger un premio.
El zapato no rozó al mandatario, pero sus escoltas y dos agentes de la policía española redujeron al kurdo, que estaba en situación irregular en Sevilla, y desde entonces solo ha pisado la calle para ir a los juzgados.
Hokman, que en mayo cumple 29 años, le ha dado muchas vueltas a lo que hizo aquel 22 de febrero de 2010. Sabe que lanzar calzado contra otra persona supone una gran ofensa en la cultura árabe, pero asegura que ni fue premeditado ni quería hacer daño a Erdogan. Lo vio salir del Ayuntamiento, se descalzó del pie derecho y le arrojó el zapato, un 44 de color negro. Antes de que tocara el suelo, Hokman profirió tres gritos: “Viva el Kurdistán”, “criminal”, “asesino”. “Fue una acción impulsiva, no lo llevaba preparado”, cuenta su abogado, Luis Ocaña, que recuerda que, cuando unas horas después del incidente se hizo cargo del caso, Hokman solo llevaba un zapato.
El reo explicó su versión en una carta que envió a Ocaña en abril del año pasado. “No podía permitirme cruzarme con este hombre, no decirle nada y que se fuera tan tranquilo. Vino a recoger un premio que no entiendo por qué le dieron”, escribió. “El Gobierno turco ha iniciado cinco guerras contra mi pueblo, ha matado a miles de mujeres, niños y ancianos. Yo lo único que quería era llamar la atención para que la gente sepa que existe el pueblo más grande del mundo sin Estado: el kurdo”.
Los dos tribunales que se han pronunciado sobre su caso admiten que la condena de tres años de cárcel es desproporcionada, pero coinciden en que el Código Penal no deja otra salida. El juez de lo Penal de Sevilla José Antonio Gómez lo expuso en la sentencia sin ambages: “La necesaria aplicación de la ley obliga a la imposición de dicha pena (…). Es cierto que el efectivo cumplimiento de dicha pena, ante la inexistencia de antecedentes penales en el acusado, podría llegar a considerarse excesiva, atendiendo al mal causado por la infracción y las circunstancias personales del reo, y podría justificar que se llegase a interesar —incluso de oficio— la concesión de indulto total o parcial, pero es la pena mínima que puedo imponerle al hecho cometido”.
A Hokman le imputaron un delito contra la comunidad internacional (artículo 605.3 del Código Penal) en su modalidad de atentado contra una autoridad (artículos 550 y 551). “Yo entiendo que era el primer ministro turco y que no es como si el zapato me lo tira a mí”, asume su abogado. “Pero el problema es que le aplicaron una norma prevista para cuando se tira un ladrillo o un puñal, algo con lo que hacer daño. El supuesto del zapato no está previsto”, afirma Ocaña, que no se cansa de comparar el caso de su defendido con el de Muntazer al Zaidi, el periodista iraquí que en 2008 llamó “perro” y tiró los zapatos al expresidente de Estados Unidos George W. Bush. Le condenaron a tres años y le liberaron a los nueve meses.
El tribunal de la Audiencia Provincial de Sevilla que revisó la sentencia tras el recurso presentado por Hokman ratificó la condena (“la pena mínima legal”), pero también sugirió “soluciones de futuro para mitigar su posible desproporcionalidad”. El abogado tramitó el indulto, aunque la última notificación del Gobierno, fechada en diciembre pasado, da cuenta de que la justicia es tan lenta como los días en la cárcel. “Pendiente de recibir los informes preceptivos del tribunal sentenciador”, reza el oficio remitido al letrado por el Ministerio de Justicia.
Así que Hokman se ha hecho a la idea de que en la prisión de Sevilla I va a pasar tres años. Vive en el módulo mixto, donde tienen un régimen relativamente laxo y convive con hombres y mujeres que están en la recta final de su condena. “Era un chaval integrado, no tiene un perfil penitenciario. La cárcel acertó poniéndolo en ese módulo”, admite Ocaña. Hokman llegó desubicado, pero se ha ido buscando ocupaciones. Está terminando un curso de cocina, ha ido a clases de español y se ha soltado leyendo, hablando y escribiendo en castellano, hasta el punto de que su mejor amigo en Sevilla, Ahmed Ibrahim, le intenta subir el ánimo encontrando algún beneficio de estar en la cárcel. “Le digo que de ahí va a salir con un idioma”, cuenta con humor. También ha perdido varios kilos porque se ha aficionado a correr y, junto a otros reos, da vueltas y vueltas al patio de la prisión.
Ahmed, también kurdo y del mismo pueblo que Hokman, visitaba a su amigo muchos sábados, pero desde hace unos meses no le dejan entrar en la cárcel. Es uno de los damnificados por la restricción de visitas que le han impuesto al kurdo. Su abogado lo achaca a varias entrevistas que concedió a algunos medios de información, entre ellos EL PAÍS. “Ahora hacen un control muy estricto para asegurarse de que no entran periodistas”, explica el letrado. Ahmed asegura no tener “ni idea” de por qué a él tampoco le permiten visitarle. “Lo he intentado más de 10 veces y me dicen que no puedo entrar por razones de seguridad”, lamenta.
Hokman llegó a España en 2005 por Marruecos, y Ahmed es lo más parecido a un hermano que tiene aquí. La familia de verdad —padre, madre y nueve hermanos— se quedó en Kubani, un pequeño pueblo del noreste de Siria. “Son gente humilde, campesinos. Tienen algo de ganado y cuatro árboles”, cuenta Ahmed. Saben de la situación del joven, pero no han podido venir a verle. “No tienen dinero para el viaje, pero es que, además, si tú pides en Siria una visa para ir a ver a un hijo que está en la cárcel por tirarle un zapato a Erdogan, nunca te la van a dar”, apunta.
Ahmed y el abogado de Hokman creen que la policía temió en un principio que este perteneciera a un grupo organizado que realmente quisiera hacer daño a Erdogan. Y ahí se complicó todo. Al padre le interrogó y le investigó la policía siria; la española pidió una orden de registro domiciliario que frenó la juez; a Ahmed le interrogaron porque había hablado con su amigo 10 minutos antes de que lanzara el zapato. “Pensaron que yo le había dado órdenes”, cuenta. Por eso Hokman suplicó al juez que no le expulsara a Siria. “Era nuestra principal preocupación. Temía que lo torturaran hasta la muerte. Él tenía claro que no iba a volver, que si le expulsaban se quitaría la vida antes de que se la quitaran allí”, recuerda Ocaña. Pero en dos años las cosas están cambiando tanto en su país que Hokman ya sí sueña con regresar. “Si hay democracia, se lo pensará”, afirma Ahmed, que sigue la situación siria con interés, pero con cierta distancia. “El régimen”, dice, “va a quemar hasta el último cartucho, pero muchos cartuchos no le quedan”
Fuente el País
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